
Érase una vez un guitarrista y compositor privilegiado que avanzó nuevos caminos musicales, allá por los años 70. Se hacía llamar el rey carmesí y produjo unos álbumes que, más de 35 años después suenan tan avanzados como en su día. Lamentablemente, la inspiración decreció con el paso de los años. Si en los 80 seguía las corrientes más avanzadas, pero ya no las lideraba, desde entonces se ha enrocado en una suerte de minimalismo de arpegios repetidos obsesivamente. Un bucle infinitivo del que parece no poder salir.
Perdida la inspiración, queda el poder. Así, se reconvirtió en maestro de nuevos músicos. Y, desde hace unos veinte años, ofrece seminarios de dominio de la guitarra cuya organización se acerca al sectarismo. En cada ciudad, el maestro actúa con sus alumnos en una serie de conciertos de cara al público que, por supuesto, tienen precios dignos de grupo de primer orden. La jugada es perfecta. Se cobra a los alumnos por sus enseñanzas y al público, ansioso de reencontrar migajas de ese glorioso pasado, por la actuación.
El sectarismo se manifiesta en la férrea disciplina a la que somete a sus alumnos y a la audiencia. Cuando uno se dispone a entrar en la sala, el personal de atención al público insta a cada espectador a leer un mensaje en el que se advierte de la imposibilidad de captar el evento por los perjuicios que esa actividad causa a la concentración de los artistas y apela a la “buena voluntad” de la audiencia. Antes de empezar la actuación, cinco alumnos repiten, en catalán, español, inglés, francés y alemán, ese mismo mensaje.
Pronto, el espectador descubre que esa “buena voluntad” que el artista demanda a la audiencia no se da entre el numeroso cuerpo de vigilantes presente en la sala. Durante toda la actuación, se desplazan por entre el público sin la menor consideración hacia las molestias que su comportamiento puede causar. Ese férreo y obsesivo control, esa dictadura para con la audiencia, es un ejemplo demoledor de poder. Dictatorial y excesivo poder.
Pero como es sabido, el poder no otorga la autoridad. El poder se obtiene por medios, lícitos o no, y la autoridad debe ganarse a través de la admiración o del respeto, nunca a través de la coerción.
Y, ante el poder omnímodo, siempre queda un poder mucho mayor: el de la acracia.
Un individuo puede burlar todos esos controles. Sólo es necesario paciencia, perseverancia, y, claro está, un poco de suerte.
Buenos días.