
Jason Molina ha muerto con 39 años. Quizás el alcohol pudo
con él. Quizás ahogaba con él aquello que no le gustaba de su vida. Poco importa ya. Cuando alguien fallece con 39 años es un gran drama,
porque la muerte le priva de desarrollar sus potencialidades, de disfrutar de
su capacidad para hacer a los otros un poco más felices, de colaborar para que
el mundo sea algo mejor.
Ha muerto Jason Molina, el corazón quizás roto de
infelicidad. No lo sé. Pero estoy convencido de que, en el año 2009, mientras
interpretaba su repertorio junto a Magnolia Electric Co. en su actuación del
Primavera Sound, era feliz.
Observo sus ojos cerrados, esa sonrisa plácida y, aun
lamentando su temprana muerte, me reconforta pensar que él también pudo
disfrutar de esos escasos momentos que iluminan nuestro entorno, que compensan el
peso de los días, que llegan a
justificar nuestra existencia.
Miro a Jason Molina y sonrío con él, agradecido. Su mente,
su ser permanecen con nosotros mientras suene una de sus canciones.
Quizás su música sea aquello eterno que algunos
llaman alma.