El viento silbaba sin pausa, golpeaba los oídos y aturdía. Las gaviotas planeaban sobre el acantilado dejándose arrastrar, como manejadas por hilos invisibles. Bajo mis pies, las olas marcaban el ritmo al estrellarse contra las rocas. Sus envites aumentaban la sensación de desolación. Solo, en el centro de una gran explanada pedregosa, sin vegetación. Nadie a la vista. El faro, cerrado, parecía un centinela al acecho de mis gestos. Crujían las piedras. Y el viento, el viento hacía enmudecer todo lo demás. Miré al cielo y, de repente, un claro se abrió paso entre las nubes, taladrado por haces de luz que cayeron sobre el faro, con una suerte de resignación.
Continué caminando, solo. Belleza devastada. Invierno en Menorca.
Buenos días.
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