29.7.09

EL SALTO DE ROBERT


Durante un instante fue el centro de atención. Tras saltar, parecía abrazar el mar agitado. Pero la gravedad impuso su ley y lo atrajo hacia el agua. Cayó desde una altura de 30 metros a una velocidad constantemente acelerada. El impacto contra el agua fue limpio, impecable. Emergió durante un momento y observó las caras de admiración a su alrededor. Se sentía poderoso. Con ese poder que otorga arriesgarse por una gloria efímera como su salto.

Tras ver su imagen fijada, me acordé de Robert Wyatt. Promesa del rock progresivo inglés de finales de los 60, Wyatt era un creativo batería, compositor vanguardista y, además, estaba dotado de una capacidad de interpretación vocal prodigiosa, con un timbre aterciopelado, siempre a punto de romperse, y con un fraseo digno del mejor jazz. Diríase que trompetas salían de su garganta siempre que cantaba.

A principios de los 70, una noche de juerga acabó con él en el hospital, la columna rota tras despeñarse por la ventana. A partir de entonces, la silla de ruedas sería su eterna compañera. Wyatt aceptó su destino con una resignación no exenta de cierta autoparodia. Para él, el accidente era un avatar más de la vida que no le impediría seguir con sus intereses. Así, poco después de la caída, publicaba su obra maestra, Rock Botton, en 1974. En la portada, un dibujo de él sumergiéndose en el mar, suspendido gracias a unos globos. De ese álbum rescato su primer tema, Sea Song, en una reciente interpretación en directo. Su lento discurrir me parece que combina a la perfección con la imagen congelada, con ese instante robado al tiempo que avanza impasible.



Buenas tardes.

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