
Día de lluvia. Dejo mi querida moto aparcada y me encamino hacia el metro. Craso error. La estación colapsada cuando arriba el convoy. Noto cómo me llevan en volandas al entrar en el vagón y mi sexto sentido se despierta. Mano en el bolsillo trasero, mi cartera no está. Miro en derredor. Caras cenicientas a la luz de los neones, con los ojos apagados. Todos, excepto uno, que me observa. Su mirada le delata. No está embebido en sus pensamientos, aunque lo intente aparentar. Su mirada y sus manos, bajo un diario para ocultar su botín. Todo o nada.
—Dame mi cartera.
—¿Cóooomo?
Su aparente aturdimiento es eso, aparente. Las dudas se han evaporado. Tiene mi cartera y la voy a recuperar.
—Dame mi cartera, te he visto.
Esto es absolutamente falso, pero no albergo dudas. Le miro fijamente. Meritxell, que me conoce mucho, dice que mi mirada aparenta rabia y violencia mucho más de lo que yo pueda llegar a imaginar. Aprovecho esa ventaja y, mientras mantenemos nuestras miradas durante un segundo que parece eterno, mi mano también se desliza bajo su diario. Al tacto reconozco el abultado perfil de mi cartera. La agarro firmemente y tiro de ella. Sigo mirándole con todo el odio del que soy capaz. Noto como titubea, “he vencido”, pienso. Suena la alarma, las puertas se cerrarán. “Suelta la cartera, suéltala”. Mi mente calibra opciones y riesgos. Y él abre la mano. E intenta salir del vagón. Las puertas se cierran y le aprisionan durante un segundo. Se zafa y huye hacia otro destino, hacia otra cartera.
Mientras el tren arranca, miro el interior. No ha tenido tiempo de robar nada. Una mujer aprovecha el incidente para culpar al Gobierno. Me apoyo en una de las barandillas y respiro aliviado. El día ha comenzado movido.
La noche de ayer también lo fue. Me atrapó el breve “El destripador”, de Robert Desnos, del que ya les había hablado. Y me lo leí entero. Ahora, un extracto. Si están desayunando, mejor no sigan:
“La mujer atravesaba el patio con paso rápido. De repente, Jack se yergue ante ella. La mujer no es una borracha y, sin embargo, no tiene tiempo de defenderse. Dos manos nerviosas la han cogido por la garganta. Se ahoga. Se le congestiona la cara y se hincha. La lengua inflada se le pega a los dientes, apretados por el terror. La mujer dobla las rodillas, luego se cae hacia atrás, con las piernas levantas, casi muerta y desvanecida.
El Destripador blande su largo y robusto cuchillo y, de un solo golpe, la degüella con tanta violencia que la cabeza se queda prácticamente colgando. Luego se ensaña... Destripa a su víctima, la mutila horriblemente y disimula ese siniestro trofeo bajo su capa: ¡se lo llevará!
Anuda alrededor de la garganta sangrante un pañuelo, como para impedir que la cabeza se separe. Coge las manos y, con furor, arranca tres anillos de cuero de pacotilla. ¿Para qué secreta evocación los reserva?
Y después, para acabar su espantosa faena, hunde las manos en el vientre rajado, abierto desde el estómago hasta el nacimiento de los muslos, retira el bazo y saca los intestinos...
Con su paso indolente, se va. En los primeros resplandores del alba, la desgraciada se queda tendida en la roja vendimia de su sangre, que ha salpicado las paredes, por donde gotea viscosamente siguiendo el contorno de las piedras y las siluetea así de escarlata”.
Robert Desnos, El destripador (Errata Naturae, 2008)
La fascinación por la muerte, por lo prohibido, por el crimen. Muy surrealista, como Desnos, muy humano, por otra parte. Si no, ¿estaríamos hablando a estas alturas de un asesino del siglo XIX?
Les dejo con Evangelista, el proyecto musical de Carla Bozulich. Doce minutos de ponzoñosas letanías para desnudar nuestro lado oscuro, apropiadas para el día, para Jack y para mi estado de ánimo. Aguanten hasta el final, cuando dice aquello de que el amor es lo único que nos queda. Vale la pena.
En la fotografía, Meritxell durante el sábado, cuando el gris comenzó a invadir la ciudad. Todavía no la ha dejado.
Buenos días.

