
Los humanos somos animales sociales. Ese deseo de comunicación, de encuentro, de cooperación, tiene su lado negativo. Con la intención de formar parte de un grupo abandonamos nuestra individualidad, nos entregamos a las consignas del grupo sin tan siquiera ponerlas en cuestión. El fascismo, aunque odioso, es tremendamente humano; el espejo que nos devuelve nuestro peor reflejo. Queremos diluirnos en la masa. La culpa, la responsabilidad individual, también se diluyen, liberándonos de cualquier tipo de traba moral. Hacemos las cosas porque el grupo las hace, como el grupo las hace, somos parte de él, somos los buenos.
Los gestos, los símbolos, son los que nos identifican como un miembro de esa comunidad en la que queremos ser aceptados. Los símbolos son excluyentes, contrarios. Nadie levanta el puño en una reunión en la que los asistentes alzan los brazos con las palmas apuntando hacia el suelo. Hay una corriente subterránea que une el brazo en alto con los trajes, las corbatas, los bolsos de Vuitton y los Audi. Todos estos símbolos nos identifican como parte del grupo, sea éste el fascismo, el colectivo de trabajadores de oficinas, los pijos o las clases medias que quieren aparentar ser algo más de lo que han conseguido ser. Buscamos tarjetas de presentación, objetos de representación, que nos posicionen e integren.
Se habla de que estamos en la sociedad de los contrastes, de diferentes sensibilidades que se mueven al unísono. Pues qué quieren que les diga. Yo cada vez la veo más uniforme.
Buenos días.

