7.5.13

EL TRIUNFO DE LA ESTUPIDEZ



Érase una vez una bebida espirituosa para viejos. Un licor de hierbas de origen centroeuropeo y de alta graduación que se bebía tras las comidas a modo de digestivo. Un día, alguien, posiblemente un director de marketing o un espécimen similar, decidió que los ancianos eran un colectivo menguante, por causas puramente biológicas, y que había que hacer algo para incrementar las ventas del susodicho brebaje. Enseguida se le ocurrió que lo que debía cambiar radicalmente el público objetivo tradicional de la bebida. Y, para ello, necesitaba variar las estrategias discursivas.

Vio claro que los jóvenes, casi púberes, eran su objetivo, por varias razones. Tienen poco dinero, sí, pero todo lo que poseen se lo gastan en juergas. Además, no tienen criterio, así que se les podía vender una bebida fácilmente, aunque ésta sea intragable. Claro que, por sistema, los jóvenes no aceptan las instrucciones de sus mayores, por lo tanto, el tono de la comunicación tenía que ser irreverente, aparentemente moderno y radical.

Entonces recordó. Recordó cuando era joven y un bar de la Villa Olímpica se hizo famoso porque las camareras servían chupitos vertiendo el alcohol en una especie de tubos de ensayo que sostenían entre sus dientes para, a continuación, vaciarlo en la boca de los clientes. Así, beber se convertía en un acto casi sexual y, además, aparentemente transgresor, ya que era la chica la que penetraba al incauto bebedor con el brebaje de marras. La sociedad no evoluciona, quizás involuciona, así que lo que era válido hace veinte años bien podía serlo ahora. Y se aplicó con fruición a la implantación de su estrategia.

Contrató a jóvenes, chicas, por supuesto, para que estuvieran presentes en festivales en los que se aseguraban la presencia de su público objetivo. Allí, con técnicas de guerrilla, subidas sobre un sufrido triciclo y armadas con megáfonos y sirenas, empezaban a gritar exordios inconexos como “¡Vamoooooosssss!” “¡Bebeeeeeddd!” y similares. Al momento, manadas de jóvenes se acercaban al improvisado tenderete donde las promotoras hacían gritar a su público el nombre de la marca para así aplacar su sed de alcohol. Repartían, al mismo tiempo, adhesivos con el logotipo que los incautos jovenzuelos se aprestaban a enganchar en su frente, su escote o cualquier otro sitio visible. Las continuas arengas, así como toda la publicidad de la marca, animaban al consumo irresponsable, compulsivo y acelerado de la bebida. Lógico, puesto que era la única forma de que tal brebaje fuera consumido en grandes cantidades sin que, en su deglución, la lengua apreciara sus discutibles cualidades organolépticas. Los jóvenes alzaban sus brazos y gritaban las consignas sin reflexionar, orgullosos de formar parte de un grupo y compartir un momento acrítico, supuestamente transgresor y aparentemente divertido. Y bebían sin control hasta vomitar todo lo ingerido.

Poco a poco, la bebida se convirtió en sinónimo de juventud, diversión sin fin y transgresión. Un seguro de pérdida de control casi inmediato en tiempos nihilistas y en los que todo debe ser instantáneo.

Y fue así como Jägermeister dominó el mundo.

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